EL SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS

abierto en verano, cerrado en el invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
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Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello
y que por la espalda casi roza el suelo.
Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
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Él solo, a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.
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Desde la ventana del casucho viejo,
siempre sola y triste, rezando y cosiendo,
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a todos; ve sólo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros.
Cada vez que pasa, gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.
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Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirle: "¡TE QUIERO..., te quiero!...
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!...
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!..."
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.
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En una lluviosa mañana de invierno
la niña que alegre saltaba del lecho
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos:
por la angosta calle pasaba un entierro.
Un seminarista, sin duda, era el muerto,
pues cuatro llevaban en hombros el féretro
con la beca roja encima cubierto,
y sobre la beca el bonete negro.
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Con sus voces roncas cantaban los clérigos;
los seminaristas iban en silencio,
siempre en dos filas hacia el cementerio,
como por las tardes al ir de paseo.
La niña, angustiada miraba el cortejo:
los conoce a todos a fuerza de verlos.
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Sólo, sólo faltaba entre ellos
recuerda muy triste las tardes de antaño,
¡al seminarista de los ojos negros!...
¡el seminarista de los ojos negros!...
Corrieron los años, pasó mucho tiempo...
y allí en la ventana del casucho viejo
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo.
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(Miguel Ramos Carrión)
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